ACTIVIDAD
1)
Lectura del capítulo 1
Doctor Jeckyll y Mr Hyde
1. Historia de la puerta
Mr. Utterson,
el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa,
frío, parco y reservado en la conversación, torpe en la expresión del
sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y, sin embargo, despertaba
afecto. En las reuniones de amigos y cuando el vino era de su agrado, sus ojos
irradiaban un algo eminentemente humano que no llegaba a reflejarse en sus
palabras pero que hablaba, no sólo a través de los símbolos mudos de la
expresión de su rostro en la sobremesa, sino también, más alto y con mayor
frecuencia, a través de sus acciones de cada día. Consigo mismo era austero.
Cuando estaba solo bebía ginebra para castigar su gusto por los buenos vinos,
y, aunque le gustaba el teatro, no había traspuesto en veinte años el umbral de
un solo local de aquella especie. Pero reservaba en cambio para el prójimo una
enorme tolerancia, meditaba, no sin envidia a veces, sobre los arrestos que
requería la comisión de las malas acciones, y, llegado el caso, se inclinaba
siempre a ayudar en lugar de censurar.
-No critico la herejía de Caín -solía decir con agudeza-. Yo siempre dejo
que el prójimo se destruya del modo que mejor le parezca.
Dado su carácter, constituía generalmente su destino
ser la última amistad honorable, la buena influencia postrera en las vidas de
los que avanzaban hacia su perdición y, mientras continuaran frecuentando su
trato, su actitud jamás variaba un ápice con respecto a los que se hallaban en
dicha situación. Indudablemente, tal comportamiento no debía resultar difícil a
Mr. Utterson por ser hombre, en el mejor de los casos, reservado y que basaba
su amistad en una tolerancia sólo comparable a su bondad. Es propio de la
persona modesta aceptar el círculo de amistades que le ofrecen las manos de la
fortuna, y tal era la actitud de nuestro abogado. Sus amigos eran, o bien
familiares suyos, o aquellos a quienes conocía hacía largos años. Su afecto,
como la hiedra, crecía con el tiempo y no respondía necesariamente al carácter
de la persona a quien lo otorgaba. De esa clase eran sin duda los lazos que le
unían a Mr. Richard Enfield, pariente lejano suyo y hombre muy conocido en toda
la ciudad. Eran muchos los que se preguntaban qué verían el uno en el otro y
qué podrían tener en común. Todo el que se tropezara con ellos en el curso de
sus habituales paseos dominicales afirmaba que no decían una sola palabra, que
parecían notablemente aburridos y que recibían con evidente agrado la presencia
de cualquier amigo. Y, sin embargo, ambos apreciaban al máximo estas
excursiones, las consideraban el mejor momento de toda la semana y, para poder
disfrutar de ellas sin interrupciones, no sólo rechazaban oportunidades de
diversión, sino que resistían incluso a la llamada del trabajo. Ocurrió que en
el curso de uno de dichos paseos fueron a desembocar los dos amigos en una
callejuela de uno de los barrios comerciales de Londres. Se trataba de una vía
estrecha que se tenía por tranquila pero que durante los días laborables
albergaba un comercio floreciente. Al parecer sus habitantes eran comerciantes
prósperos que competían los unos con los otros en medrar más todavía dedicando
lo sobrante de sus ganancias en adornos y coqueterías, de modo que los
escaparates que se alineaban a ambos lados de la calle ofrecían un aspecto
realmente tentador, como dos filas de vendedoras sonrientes. Aun los domingos,
días en que velaba sus más granados encantos y se mostraba relativamente poco
frecuentada, la calleja brillaba en comparación con el deslucido barrio en que
se hallaba como reluce una hoguera en la oscuridad del bosque acaparando y
solazando la mirada de los transeúntes con sus contraventanas recién pintadas,
sus bronces bien pulidos y la limpieza y alegría que la caracterizaban. A dos
casas de una esquina, en la acera de la izquierda yendo en dirección al este,
interrumpía la línea de escaparates la entrada a un patio, y exactamente en ese
mismo lugar un siniestro edificio pro yectaba su alero sobre la calle. Constaba
de dos plantas y carecía de ventanas. No tenía sino una puerta en la planta
baja y un frente ciego de pared deslucida en la superior. En todos los detalles
se adivinaba la huella de un descuido sórdido y prolongado. La puerta, que
carecía de campanilla y de llamador, tenía la pintura saltada y descolorida.
Los vagabundos se refugiaban al abrigo que ofrecía y encendían sus fósforos, en
la superficie de sus hojas, los niños abrían tienda en sus peldaños, un escolar
había probado el filo de su navaja en sus molduras y nadie en casi una
generación se había preocupado al parecer de alejar a esos visitantes
inoportunos ni de reparar los estragos que habían hecho en ella. Mr. Enfield y
el abogado caminaban por la acera opuesta, pero cuando llegaron a dicha
entrada, el primero levantó el bastón y señaló hacia ella.
-¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? -preguntó.
Y una vez que su compañero respondiera afirmativamente, continuó-. Siempre la
asocio mentalmente con un extraño suceso.
-¿De veras?
-dijo Mr. Utterson con una ligera alteración en la voz-. ¿De qué se trata?
-Verás, ocurrió lo siguiente -continuó Mr. Enfield-.
Volvía yo en una ocasión a casa, quién sabe de qué lugar remoto, hacia las tres
de una oscura madrugada de invierno. Mi camino me llevó a atravesar un barrio
de la ciudad en que lo único que se ofrecía literalmente a la vista eran las farolas
encendidas. Recorrí calles sin cuento, donde todos dormían, iluminadas como
para un desfile y vacías como la nave de una iglesia, hasta que me hallé en ese
estado en que un hombre escucha y escucha y comienza a desear que aparezca un
policía. De pronto vi dos figuras, una la de un hombre de corta estatura que
avanzaba a buen paso en dirección al este, y la otra la de una niña de unos
ocho o diez años de edad que corría por una bocacalle a la mayor velocidad que
le permitían sus piernas. Pues señor, como era de esperar, al llegar a la
esquina hombre y niña chocaron, y aquí viene lo horrible de la historia: el
hombre atropelló con toda tranquilidad el cuerpo de la niña y siguió adelante,
a pesar de sus gritos, dejándola tendida en el suelo. Supongo que tal como lo
cuento no parecerá gran cosa, pero la visión fue horrible. Aquel hombre no
parecía un ser humano, sino un juggernaut horrible. Le llamé, eché a correr
hacia él, le atenacé por el cuello y le obligué a regresar al lugar donde unas
cuantas personas se habían reunido ya en torno a la niña. El hombre estaba muy
tranquilo y no ofreció resistencia, pero me dirigió una mirada tan aviesa que
el sudor volvió a inundarme la frente como cuando corriera. Los reunidos eran
familiares de la víctima, y pronto hizo su aparición el médico, en cuya
búsqueda había ido precisamente la niña. Según aquel matasanos la pobre
criatura no había sufrido más daño que el susto natural, y supongo que creerás
que con esto acabó todo. Pero se dio una curiosa circunstancia. Desde el primer
momento en que le vi, aquel hombre me produjo una enorme repugnancia, y lo
mismo les ocurrió, cosa muy natural, a los parientes de la niña. Pero lo que me
sorprendió fue la actitud del médico. Respondía éste al tipo de galeno común y
corriente. Era hombre de edad y aspecto indefinidos, fuerte acento de Edimburgo
y la sensibilidad de un banco de madera. Pues le ocurría lo mismo que a
nosotros. Cada vez que miraba a mi prisionero se ponía enfermo y palidecía
presa del deseo de matarle. Ambos nos dimos cuenta de lo que pensaba el otro y,
dado que el asesinato nos estaba vedado, hicimos lo máximo que pudimos dadas
las circunstancias. Le dijimos al caballero de marras que daríamos a conocer su
hazaña, que todo Londres, de un extremo al otro, maldeciría su nombre, y que si
tenía amigos o reputación sin duda los perdería. Y mientras le fustigábamos de
esta guisa, manteníamos apartadas a las mujeres, que se hallaban prestas a
lanzarse sobre él como arpías. En mi vida he visto círculo semejante de rostros
encendidos por el odio. Y en el centro estaba aquel hombre revestido de una
especie de frialdad negra y despectiva, asustado también -se le veía-, pero
capeando el temporal como un verdadero Satán.
»"Si desean sacar partido del accidente -nos
dijo-, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero siempre trata de
evitar el escándalo. Diganme cuánto quieren:'
Pues bien, le apretamos las clavijas y le exigimos
nada menos que cien libras para la familia de la niña. Era evidente que habría
querido escapar, pero nuestra actitud le inspiró miedo y al final accedió. Sólo
restaba conseguir el dinero, y, za dónde crees que nos condujo sino a ese
edificio de la puerta? Abrió con una llave, entró, y al poco rato volvió a
salir con diez libras en oro y un talón por valor de la cantidad restante,
extendido al portador contra la banca de Coutts y firmado con un nombre que no
puedo mencionar a pesar de ser ése uno de los detalles más interesantes de mi
historia. Lo que sí te diré es que era un nombre muy conocido y que se ve muy a
menudo en los periódicos. La cifra era alta, pero el que había estampado su
firma en el talón, si es que era auténtica, era hombre de una gran fortuna. Me
tomé la libertad de decirle al caballero en cuestión que todo aquel asunto me
parecía sospechoso y que en la vida real un hombre no entra a las cuatro de la
mañana en semejante antro para salir al rato con un cheque por valor de casi
cien libras firmado por otra persona. Pero él se mostró frío y despectivo.
»"No tema
-me dijo-, me quedaré con ustedes hasta que abran los bancos y pueda cobrar yo
mismo ese dinero."
Así pues nos pusimos todos en camino, el padre de la
niña, el médico, nuestro amigo y yo. Pasamos el resto de la noche en mi casa y
a la mañana siguiente, una vez desayunados, nos dirigimos al banco como un solo
hombre. Yo mismo entregué el talón al empleado haciéndole notar que tenía
razones de peso para sospechar que se trataba de una falsificación. Pues nada
de eso. La firma era legítima.
-¡Qué barbaridad! -dijo Mr. Utterson.
-Ya veo que piensas lo mismo que yo -dijo Mr.
Enfield-. Sí, es una historia desagradable porque el hombre en cuestión era un
personaje detestable, un auténtico infame, mientras que la persona que firmó
ese cheque es un modelo de virtudes, un hombre muy conocido y, lo que es peor,
famoso por sus buenas obras. Un caso de chantaje, supongo. El del caballero
honorable que se ve obligado a pagar una fortuna por un desliz de juventud. Por
eso doy a este edificio el nombre de «la casa del chantaje». Aunque aún eso estaría
muy lejos de explicarlo todo -añadió. Y dicho esto se hundió en sus
meditaciones. De ellas vino a sacarle Mr. Utterson con una pregunta inopinada.
-¿Y sabes si el que extendió el talón vive ahí?
-Sería un lugar muy apropiado, ¿verdad? -respondió
Mr. Enfield-, pero se da el caso de que recuerdo su dirección y vive en no sé
qué plaza.
-¿Y nunca has preguntado a nadie acerca de esa casa
de la puerta? -preguntó Mr. Utterson.
-Pues no señor, he tenido esa delicadeza -fue la
respuesta-. Estoy decididamente en contra de toda clase de preguntas. Me
recuerdan demasiado el día del juicio Final. Hacer una pregunta es como arrojar
una piedra. Uno se queda sentado tranquilamente en la cima de una colina y allá
va la piedra arrastrando otras cuantas a su paso hasta que al final van a dar
todas a la cabeza de un pobre infeliz (aquel en quien menos habías pensado) que
no se ha movido de su jardín, y resulta que la familia tiene que cambiar de
nombre. No señor. Yo siempre me he atenido a una norma: cuanto más raro me
parece el caso, menos preguntas hago.
-Sabio proceder, sin duda -dijo el abogado.
-Pero sí he examinado el edificio por mi cuenta
-continuó Mr. Enfield-, y no parece una casa habitada. Es la única puerta, y
nadie sale ni entra por ella a excepción del protagonista de la aventura que
acabo de relatarte. Y eso muy de tarde en tarde. En el primer piso hay tres
ventanas que dan al patio. En la planta baja, ninguna. Esas tres ventanas están
siempre cerradas aunque los cristales están limpios. Por otra parte de la
chimenea sale generalmente humo, así que la casa debe de estar habitada, aunque
es difícil asegurarlo dado que los edificios que dan a ese patio están tan
apiñados que es imposible saber dónde acaba uno y dónde empieza el siguiente.
Los dos amigos caminaron un rato más en silencio hasta que habló Mr. Utterson.
-Es buena norma la tuya, Enfield -dijo.
-Sí, creo que sí -respondió el otro.
-Pero, a pesar de todo -continuó el abogado-, hay una
cosa que quiero preguntarte. Me gustaría que me dijeras cómo se llamaba el
hombre que atropelló a la niña.
-Bueno -dijo Mr. Enfield-, no veo qué mal puede haber
en decírtelo. Se llamaba Hyde.
-Ya -dijo Mr. Utterson-. ¿Y cómo es físicamente?
-No es fácil describirle. En su aspecto hay algo
equívoco, desagradable, decididamente detestable. Nunca he visto a nadie
despertar tanta repugnancia y, sin embargo, no sabría decirte la razón. Debe de
tener alguna deformidad. Ésa es la impresión que produce, aunque no puedo decir
concretamente por qué. Su aspecto es realmente extraordinario y, sin embargo,
no podría mencionar un solo detalle fuera de lo normal. No, me es imposible. No
puedo describirle. Y no es que no le recuerde, porque te aseguro que es como si
le tuviera ante mi vista en este mis mo momento. Mr. Utterson anduvo otro
trecho en silencio, evidentemente abrumado por sus pensamientos.
-¿Estás seguro de que abrió con llave? -preguntó al
fin.
-Mi querido Utterson -comenzó a decir Enfield, que no
cabía en sí de asombro.
-Lo sé -dijo su interlocutor-, comprendo tu
extrañeza. El hecho es que si no te pregunto cómo se llamaba el otro hombre es
porque ya lo sé. Verás, Richard, has ido a dar en el clavo con esa historia. Si
no has sido exacto en algún punto, convendría que rectificaras.
-Deberías haberme avisado -respondió el otro con un
dejo de indignación-. Pero te aseguro que he sido exacto hasta la pedantería,
como tú sueles decir. Ese hombre tenía una llave, y lo que es más, sigue
teniéndola. Le vi servirse de ella no hará ni una semana. Mr. Utterson exhaló
un profundo suspiro pero no dijo una sola palabra. Al poco, el joven
continuaba:
- No sé cuándo voy a aprender a callarme la boca
-dijo-. Me avergüenzo de haber hablado más de la cuenta. Hagamos un trato.
Nunca más volveremos a hablar de este asunto.
-Accedo de todo corazón -dijo el abogado-. Te lo
prometo, Richard.
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